El grave ronroneo de los cohetes que aterrizaban y
despegaban del espacio-puerto me distrajo
por un momento de la vehemente e inútil
verborrea de mi letrado. Mi delito era inapelable, pero aquel impertinente
leguleyo se había empecinado en defenderme.
Su retórica me sumió en una profunda modorra, perdiéndome en
mis propios pensamientos. Siempre me había sentido como un espía, con la nariz
pegada a las cúpulas acristaladas que nos separaban del vacío del espacio,
observando lo que un día había sido el hogar de la raza humana, observando esa
bola azul y blanca, suspendida en la fría infinitud del universo.
Nadie había vuelto a hollar los caminos de la herida y
vetusta Gea, desde “El Pulso”. Nadie, excepto los condenados.
-¡Tiene algo que alegar en su defensa!- me instó su Señoría,
sacándome abruptamente de mis reflexiones.
-No.-contesté.
- Dictaré pues la sentencia “in voce” ¡Le condeno al
destierro!- dijo el Juez solemnemente.
Yo giré la cabeza y miré a mi abogado, que tenía una
expresión en la cara que se me antojó bastante estúpida.
No pude evitar pensar en por qué le llamaban “destierro” si,
en realidad volvía a la Tierra. Poco a poco una sonrisa involuntaria se fue
dibujando en mi cara, derramándose al fin en sonoras carcajadas que resonaron
por toda la sala.
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