Era un tío con suerte, ese pensamiento atravesó su cerebro
justo antes que las dos balas que los esparcieron sobre la carísima alfombra
persa. El cachorro de Carlino ladraba nerviosamente encima del montón de
expedientes manchados de sangre. Cuando encontraron el cuerpo una semana después,
aquel adorable perrito ya se había zampado casi toda la cara de su dueño.
Sobre la cómoda había una foto del individuo al que me
acababa de cargar en bañador, gordo, sonriente y rosado como un cerdo. Agarraba
un flotador sobre el que descansaba una niña rubia con coletas y una mirada
bastante triste.
Yo siempre había tenido un sentido muy claro de la justicia,
o quizás era simplemente que no me gustaba perder.
En cualquier caso, el tipo cuyos sesos ya se secaban en la
alfombra, había violado a aquella niña.
No lo condenarían, yo conocía los recovecos de la ley y lo sabía. No había
pruebas, sin embargo, tenía su castigo y no era la Providencia quien se
lo había aplicado. Si fuera creyente podría excusarme diciendo que soy un
instrumento de Dios, pero no lo soy, así que, asumo mi responsabilidad.
Cuando alguien entra en mi despacho y me pregunta; “¿es
usted el abogado?” yo indefectiblemente les contesto; ejerzo como abogado, pero
eso no es lo que soy.
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