El arreglo era sencillo. Podría hacerlo con un simple
destornillador, pensó “el viajero”, siempre y cuando hubiera un destornillador,
e iba a ser muy difícil encontrarlo en ese “cuando”. Sus dedos trabajaban torpe
y dolorosamente, tratando de apretar aquellos malditos tornillos.
El armatoste de metal se erguía orgulloso y grotesco en
medio de aquel tupido bosque. Un destello tecnológico en medio de una
inmensidad verde y primigenia.
Los rugidos graves y
distantes, eran ahora más cercanos, eso no era bueno, podía oler los aromas
metálicos de la tierra mojada y el más desagradable y dulzón de la carne putrefacta,
un olor tan intenso que se metía dentro y allí se quedaba.
La humedad era
espantosa, asfixiante, le hacía sudar a chorros y no facilitaba nada su tarea.
Los rugidos ahora venían acompañados de un crujir de madera y
de un retumbar de barro removido. Los enormes helechos se agitaban a su
alrededor enloquecidos. Ya casi sentía su aliento.
Con los dedos, sangrantes y desollados terminó de apretar como
pudo los tornillos sueltos. Tendría que bastar así.
La bestia surgió de
entre los árboles, descomunal y terrible, esta vez, el rugido fue tan brutal
que pensó que le reventarían los oídos.
El tiranosaurio se abalanzó sobre su objetivo abriendo unas
mandíbulas terribles. Justo antes de que se cerraran sobre él “el viajero” empujó la palanca de su máquina
del tiempo.
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