El juego es cómo la vida, puedes ganar o perder, pero una
cosa está clara; tienes que jugar con las cartas que te tocan. Sí, ya sé que habréis
oído muchas veces que lo importante en la vida no son las cartas que te tocan,
si no lo que haces con ellas. Eso queridos amigos, es hermoso y lo que ocurre
con las cosas hermosas es que a menudo resultan engañosas. La suerte no es
hermosa, es una zorra veleidosa y malvada, es la jodida esencia de la vida y como
tantas otras veces a lo largo de la mía, la suerte se apartaba de mí, como el
aceite del agua.
En aquella partida de póker había perdido los últimos tres
mil euros que me había prestado alguien que sin duda los cobraría, aunque fuera
de mi pellejo. Y ahora aquí estoy de
nuevo, en una mesa de juego, pero esta vez sólo me levantaré de la silla si gano, eso os
lo aseguro. Mi contrincante ya ha jugado, es un tipo sudoroso y de piel cetrina
y arrugada, con pinta de tener aún peor suerte que yo. Es mi turno. Me apoyo el cañón del revolver en la sien.
Está frío; es agradable. Disfruto de esa sensación durante un segundo y aprieto
el gatillo.
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