Era una noche fresca de primavera. Yo estaba ocupado en un
expediente, redactando una sentencia, cuando afuera mi cachorro de cocker
empezó a ladrar y, casi de inmediato, se encendió el equipo de música, la tele,
y comenzó a sonar el teléfono. Me levanté sobresaltado cuando una luz blanquísima
irrumpió por los cristales e inundó la habitación.
Salí corriendo al jardín y me encontré con que un enorme
disco de metal iridiscente flotaba suspendido sobre mi cabeza como una pompa de
jabón. Yo, absolutamente estupefacto, solo pude encomendarme a la Providencia. Con
un fogonazo, me encontré presidiendo una sala redonda y metálica, parecida a
una Sala de Vistas y rodeado de hombrecillos verdes, de enormes ojos negros.
Estaba tan estupefacto que no tenía ánimo ni para asustarme. Uno de aquellos
seres, tan absurdamente arquetípico que casi me resultaba familiar, se me
acercó y ladeando su desmesurada cabeza olivácea me dijo; telepáticamente.
-Señoría, necesitamos un juez realmente imparcial.
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